Todo proceso metacognitivo supone un quiebre en la experiencia, es decir, un momento en que nuestra conciencia (generalmente enfocada hacia “afuera”), da un giro sobre sí y nos sitúa a nosotros mismos como objetos de observación. Ahora bien, dicho “quiebre” se produce cuando la experiencia revela alguna inconsistencia o incongruencia acerca de la manera en que pensamos, sentimos o actuamos.
Esta operación también involucra un grado de control acerca de nuestros procesos psicológicos, toda vez que supone un esfuerzo por evaluar y corregir algunos aspectos de la experiencia. En este proceso de supervisión y análisis de las propias cogniciones, juega un rol fundamental la capacidad de razonamiento que permite reflexionar e interpretar hechos aislados, generando asociaciones y conexiones que puedan producir movimientos correctivos. Finalmente, la metacognición se nutre siempre de una dosis de empatía, que supone una actitud de apertura e interés por la perspectiva ajena. Esta visión externa entrega información de primera mano respecto del impacto que tienen nuestras acciones en los demás.
En resumen, tenemos que cualquier proceso metacognitivo surge de una cierta inclinación hacia los propios procesos psicológicos (autoobservación), que se supervisan y corrigen (regulación) de acuerdo a las interpretaciones e inferencias que la persona realiza constantemente (razonamiento). La perspectiva ajena y la consideración del impacto que tienen las acciones propias en los demás (empatía), complementa el proceso metacognitivo con una instancia retroalimentadora muy valiosa.
Más sobre:
Metacognición1
Metacognición2